Domingo
de Ramos en Rute a las 14:38. Autor:
Bartolomé García Jiménez.
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La higiene, el
aislamiento y la cuarentena, nos vuelven a recordar épocas pasadas,
aunque sin punto de comparación con los medios sanitarios de los que
hoy dispone la población. Aquellos ruteños lograron salir adelante,
el cronista oficial de la villa deja en su carta abierta un mensaje
de ánimo, porque “en medio de las penalidades siempre hay un lugar
a la esperanza”.
LAS
PUERTAS DEL CAMPO
(Carta
abierta desde mi cuarentena para sobrellevarla)
No
se trata de ver las cosas negras.
Se
trata de tomar precauciones.
ALBERT
CAMUS: La peste
Desde
que tenemos conocimiento histórico sabemos que, con cierta
frecuencia, la humanidad se ha visto acometida por pandemias de
variada etiología. Sin tener que remontarnos a las plagas bíblicas,
algunos de nuestros mayores tendrán conocimiento de la llamada gripe
española (1918), e incluso nosotros mismos podemos acordarnos del
desembarco del SIDA en nuestra sociedad, y a escala universal. En la
historia de nuestro país el siglo XVII es conocido como el siglo de
las crisis por antonomasia, singularmente por la recurrente presencia
de la peste; pero tampoco podemos olvidarnos del paludismo y la
viruela en el XVIII, o de la fiebre amarilla y el cólera en el XIX.
Palabras malditas que venían a ser sinónimo de terror y muerte,
sobre todo la peste. Desde su origen asiático (también se piensa en
China) se expande gracias a la ruta de la seda hasta Constantinopla,
y desde esta por tierra y por mar hacia todo el occidente europeo.
Los estragos que originó y los cambios que propició son impensables
para nuestra limitada mentalidad.
Con
este escrito no pretendo dar una clase de Historia, pero sí invitar
a una reflexión sobre los acontecimientos que ha desatado el
COVID-19 en un precario ejercicio de comparación entre lo que está
sucediendo hoy y lo que sucedió sobre estas mismas casas y calles
hace 340 años. Porque la Historia es machacona, muy tozuda, y
nosotros olvidadizos, ya que seguimos sin escarmentar en cabeza
ajena, que no por falta de conocimientos.
La
peste se extendió por Andalucía a mediados del XVII, con mayor
incidencia en las urbes que en las zonas rurales: se estima que
Sevilla perdió casi la mitad de su población1.
Es muy fuerte el mero balance demográfico, sin considerar las
secuelas económicas y sociales. En Rute se tomaron las medidas
preventivas de rigor: cuarentenas, quema de ropas, empleo de ropa
limpia y lavatorio con vinagre. No se sabía por donde podría venir
el contagio: ¿por Lucena?, ¿por La Hoz? El caso es que la infección
no hizo acto de presencia y bien podemos decir hoy que los ruteños
de entonces tuvieron suerte, o que sus plegarias fueron escuchadas,
porque la peste, las plagas de langostas, los temporales y otras
desgracias de la naturaleza se consideraban una suerte de castigo
divino a la humanidad por sus/nuestros pecados/atentados al medio
ambiente.
Al
menos desde julio de 1676 se conocía en Rute el rebrote loímico que
estaba extendiéndose por la costa levantina. Se sabía las medidas
que había que adoptar para protegerse: de inmediato cercar toda la
villa con tapias por parte de los vecinos y establecer cuatro puertas
de entrada con vigilancia, la de la calle Granada sería la única
para el acceso de forasteros y arrieros, las de la Placeta, Llano y
calle Lucena serían de uso exclusivo de vecinos para ir a sus
trabajos2.
Como sucedió un cuarto de siglo atrás solo cabía encomendarse a
Dios y esperar que la guadaña pestífera pasase de largo. Y así fue
durante los tres años siguientes, inspeccionándose cortijos y
caserías, huertas y molinos que estaban extramuros de la villa,
controlando las mercancías, sobre todo las ropas, y la llegada de
desconocidos, forasteros o de gentes procedentes de zonas que se
sabía estaban contagiadas. Incluso se adoptaron unas cédulas
identificativas especiales para los vecinos que salían y entraban a
diario. Cuando en 1679 se supo que Antequera y Lucena se habían
infectado, el miedo se transformó en pánico. Se prohíbe todo
contacto con estas ciudades, se prohíbe sacar todo tipo de vituallas
con confiscación de bienes y cabalgaduras, especialmente trigo, se
ordena a los vecinos que barran y limpien sus calles y que los
hortelanos suministren sus productos en la villa. Como era de esperar
los vecinos que podían acapararon trigo y la pretendida autarquía
local se convirtió en familiar.
Lograr
un aislamiento efectivo resultaba imposible en Rute, especialmente
con Lucena, por la población diseminada que existía en el camino
que las une, entiéndase Los Llanos, Granadilla, Zambra, y por los
diversos molinos que existían junto al río Anzur a los que los
lucentinos acudían a moler su grano3.
Como se comprobó que la puerta de la calle Lucena era un coladero,
se quitó y tapió. Ciertamente las autoridades iban actuando a
remolque de los acontecimientos. Eran conscientes de que estos les
iban a desbordar, de ahí que sus disposiciones se fuesen
radicalizando en aras al pretendido aislamiento conforme veían que
las circunstancias se iban deteriorando. La machacona reiteración de
los decretos del alcalde mayor y de los regidores implicados en la
salvaguarda de la villa tan solo nos hace pensar en el incumplimiento
de las órdenes y que, en consecuencia, se presumía lo peor, porque
les resultaba imposible poner puertas al campo.
Tras
la tregua invernal, llegó el mes clave: abril de 1680. El médico,
D. Martín de Arcos y Rojas, con meritorio ejercicio de su profesión,
diagnostica la presencia de la peste en el interior de la villa,
noticia que oculta a la autoridad para no generar más alarma al
vecindario4.
Dispone quemar la ropa de la primera contagiada, que como murió a
las pocas horas, fue enterrada en los corrales de su casa, y el resto
de la familia enclaustrada en la misma. Se supone que el contagio
llegó en unas ropas procedentes de Lucena. En esta primera casa
infectada, de las seis personas que la habitaban, solo sobrevivió
una. Con esta letalidad tan fulgurante, con los síntomas que
presentaban las víctimas y los informes del médico, en mayo no hubo
más remedio que reconocer oficialmente la presencia de la peste en
Rute. Ahora todos se aislaban de Rute y de los ruteños.
Dado
el carácter contagioso y la propagación que se empezaba a producir,
el médico –ya se podrán ustedes imaginar el conocimiento que
tuviese sobre esta etiología, los medios de que disponía, la
farmacopea que pudiera tener a su disposición o la eficiencia de sus
remedios– recomienda a la autoridad formar un hospital para los
contaminados, quemar todas las ropas de estos y evitar el contacto
físico entre las personas para no inhalar los aires de los
afectados. De inmediato se ubica el hospital de apestados en siete
casas al final de la calle Fresno, que a tal fin son requisadas y en
las que cada paciente se alojaría con su propia ropa de cama. Se
dispone quemar todo lo que sea sospechoso, preservando maderas o
cerámicas que son susceptibles de desinfectarse con vinagre, y los
metales que se puedan purificar con fuego. Los familiares deberían
abandonar las casas infectadas para hacer cuarentena aislados, salvo
los autorizados a permanecer en ellas con la puerta sellada. Todos
los capitulares y eclesiásticos se aplican a tareas de emergencia
sanitaria, porque la precaria estructura sanitaria de la villa había
quedado ampliamente desbordada, además no había cirujano. Los
intentos de contratarlo en Lucena fueron frustrados por su
ayuntamiento, hasta que se pudo concertar la presencia de unos
religiosos de la orden de san Juan de Dios que se prestaron a la
tarea de asistir en el hospital5.
Los fallecidos en sus casas eran enterrados en sus respectivos patios
o muladares, los del hospital en unas fosas aledañas al mismo. Un
recinto habilitado en la Vera Cruz para los convalecientes no era el
más adecuado, hasta que los frailes consiguieron trasladar a los
pacientes a una casa en La Placeta mejor aireada.
Cuesta
trabajo imaginar tal desbarajuste, tanta desgracia, tanta impotencia,
y al mismo tiempo tanto trabajo, tanto coraje, tantas ganas de vivir.
Si hemos podido constatar que entre abril y agosto de 1680 al menos
se contagiaron 246 personas, con una letalidad del 75 % (en ambos
casos se trata de cifras mínimas), trasladar este porcentaje a la
actualidad sería para Rute una auténtica hecatombe. Hoy sabemos que
se trata de un coronavirus, cómo se propaga, de la profilaxis a
emplear, de los ingentes medios científicos y económicos puestos al
servicio de una investigación que lo anule o al menos lo controle,
hoy disponemos de información al instante, de recursos que nos
llegan de muy lejos, de medios higiénicos en todas las casas, no nos
falta la alimentación ni el entretenimiento. ¿Se imaginan ustedes a
los desesperanzados ruteños de 1680 sin nada de esto? ¡Pónganse en
su lugar! Casas sin saneamiento, luz, ni agua corriente, con animales
dentro de las viviendas y muladares, un enclenque sistema sanitario
(por llamarlo de alguna manera), hospital y cuarentenas como lugares
donde contagiarse. Pero algunas cosas siguen igual: se insiste en la
higiene, evitar el contacto y aislamiento, cuarentena con todo rigor,
reconocimiento a los frailes, sanitarios y servidores que quedaron en
el camino, algunos vecinos inconscientes, cómo no, y los políticos
siempre detrás de las evidencias.
En
1680 recibimos un palo duro, pero la situación no llegó a ser
catastrófica, aunque menguara la población al menos un 5 %. En este
2020 atravesamos una adversa coyuntura, la Real Hacienda no nos
perdona, algunos negocios cerrarán, yo me consuelo pensando que no
hay mal que cien años dure, que el Mercado de Valores se recuperará,
y que el ciclo pronto tocará fondo y no tendrá más remedio que
subir. En medio de toda esta vorágine tormentosa ¡ÁNIMO!
Postscriptum:
Por
los momentos que nos ha tocado vivir, no puedo dejar de señalar la
coincidencia de fechas de dos acontecimientos singulares de este
2020. Esta cuarentena (de cuarenta) que estamos atravesando, no
sabemos aún por cuántos días, se ha superpuesto parcialmente con
la cuaresma (cuarenta días) de este año litúrgico. Por lo mismo,
el general confinamiento de la población ha traído como secuela
desagradable la cancelación de todos los eventos religiosos y
populares que conlleven la concurrencia de numerosos asistentes, como
las procesiones de Semana Santa, la jornada de san Marcos, las
fiestas de la Cruz y de la Cabeza, o la feria de mayo, mas no por
ello debemos dejar de experimentar en nuestra clausura, personal y
física, tales celebraciones.
Aquí
quiero traer a colación también el paralelismo o similitud que se
puede apreciar entre ambos eventos cuarentones para recalcar que al
final del camino encontraremos la luz, que en medio de las
penalidades siempre hay un lugar a la esperanza. Porque al igual que
no existe una cuaresma, por muy dolorosa que sea –hogaño sin duda
más íntima y recogida que otrora, mas no por ello menos intensa y
padecida– sin la culminación jubilosa de la Resurrección, tampoco
hay cuarentena que merezca tal nombre sin su correspondiente
declaración de Libertad. ¡A ESPERAR!
Rute,
viernes de Dolores de 2020.
Bartolomé
García Jiménez
Cronista
Oficial de Rute
1
Resulta de interés la obra de Juan BALLESTEROS RODRÍGUEZ: La
peste en Córdoba, Córdoba, Diputación de Córdoba, 1982.
2
Para más detalles puede consultarse GARCÍA JIMÉNEZ,
B.: Demografía Rural Andaluza: Rute en el
Antiguo Régimen, Córdoba, Diputación de
Córdoba y Monte de Piedad y Caja de Ahorros de Córdoba, 1987.
3
Sobre estas relaciones y el drama que se padecía en
Lucena puede verse nuestra comunicación “Relaciones de vecindad
entre Lucena y Rute en torno al contagio de peste de 1679-80”,
Estudios sobre Lucena. Actas de las Segundas
Jornadas de la Real Academia de Córdoba sobre Lucena,
Lucena, 2000, pp. 201-220.
4
Este diagnóstico lo hemos publicado en Textos para la Historia
de Rute (1533-1812), Rute, Fundación Pino Morales, 1994, pp.
37-38. Sobre este médico puede verse GARCÍA JIMÉNEZ, B.: Vivir
en el XVII. Desde la microhistoria, Córdoba, Universidad de
Córdoba y Ayuntamiento de Rute, 2011.
5
El convenio con estos frailes puede verse en GARCÍA JIMÉNEZ, B.:
Nuevos documentos para la Historia de Rute (siglos XVI-XX),
Rute, Ayuntamiento, 2004, pp. 86-88.